domingo, 10 de mayo de 2015

Patricio Valdés Marín


En la actualidad, vemos con pavor que la desigualdad social supera todo lo imaginable por la extrema acumulación y concentración del capital. El estudio presentado en enero de 2014  por la ONG OxfamIntermon, “Secuestro democrático y desigualdad económica”, parte de datos objetivos de varias instituciones oficiales e informes internacionales que constata la excesiva concentración mundial en pocas manos, como que 85 individuos acumulan tanta riqueza como los 3.570 millones de personas que forman la mitad más pobre de la población mundial, o que la mitad de la riqueza está en manos de apenas 1% de todo el mundo. Eso sin contar, advierte el informe, que una considerable cantidad de esta riqueza está oculta en paraísos fiscales. Además sabemos muy bien que Chile se encuentra entre los países con mayor desigualdad económica del mundo. Por otra parte, la extrema acumulación y concentración de riqueza genera en sus propietarios un enorme poder político y hasta militar, situación que se contrapone con la misma ideología liberal y republicana.

En este artículo nos remitiremos a la obra en la que John Locke (1632-1704) condensó lo esencial de su pensamiento político, su Segundo tratado sobre el gobierno civil: un ensayo acerca el verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil (1690) (ver: http://oregonstate.edu/instruct/ph1302/texts/locke/locke2nd-a.html) y que es la piedra fundacional de la filosofía política occidental. Allí este filósofo empirista inglés expresa el ideal de la burguesía y refleja la opinión de la ascendente clase burguesa. No se vaya a pensar que un polvoriento libro de más de 300 años de antigüedad esté obsoleto. Por el contrario, tal como el Teorema de Pitágoras está plenamente vigente para la geometría, la teoría vertida en dicho libro es el fundamento de la ideología liberal que muchos defienden apasionadamente en nuestros días. Considerado el padre del individualismo liberal, Locke tuvo una influencia gravitante en la conformación del liberalismo, que es la ideología de la burguesía capitalista, sobre todo anglosajona, condicionando la democracia como sistema de ordenamiento político y social que haría su aparición un siglo después. Haciendo un ejercicio, podemos imaginar que la burguesía, que controla el mundo a través del capital, habita un imponente castillo que posee tres imbatibles muros defensivos con torreones, almenas y fosos. La negra bandera, que esplendorosa flamea en lo más alto del alcázar, proclama “Codicia”. Los peones que defienden sus murallas somos todos nosotros que adherimos conscientes o no, imbuidos de los ideales liberales machacados por los medios de comunicación burgueses y capitalistas durante generaciones y que rogamos agradecidos que el capital pueda ser invertido para obsequiarnos puestos de trabajo. El arquitecto de esta fortaleza fue Locke.


Primer muro defensivo: el individualismo.


Según la ideología del individualismo propulsada principalmente por Locke el individuo existe para sí mismo, independientemente de la sociedad, y el Estado no puede interferir en su acción. Esta ideología surgió de la tendencia exagerada a suponer que la identidad personal consigo misma es igual a ser objeto de su propia actividad. Por ella se sostiene que la psicología de los individuos está hecha para perseguir su propio bienestar e interés individual, sin reparar necesariamente en el bien a los demás ni en la acción colectiva hacia cada uno. Más bien, Adam Smith (1723-1790), otro empirista inglés, supuso que existe una relación causal, una mano negra, entre el afán de lucro individual y su efecto en el bienestar colectivo si se deja que las leyes del mercado operen libremente.

Ya en el Renacimiento apareció la idea de que el ser humano puede hacerse a sí mismo, desvinculado de toda autoridad religiosa o moral. Con los filósofos políticos ingleses la idea de “individuo” pasó a referirse al ser humano en su relación con el Estado y con los otros seres humanos dentro de la sociedad civil. El énfasis fue puesto en dos aspectos: 1º su propia finalidad que le es tan exclusiva que no necesita de otros seres, 2º el respeto y la no interferencia a la acción de los otros seres humanos en la suposición de que cada cual anda tras lo suyo. Ya Thomas Hobbes (1588-1679) subrayó la idea de que la finalidad que cada uno persigue es su propia felicidad, si acaso “felicidad” pudo ser alguna vez definida apropiadamente por los empiristas. Para Locke el hombre es un ser razonable y la libertad es inseparable de la felicidad. El fin de la política es la búsqueda de la felicidad. Así, no hay felicidad sin garantías y no hay política que no deba tender a extender una felicidad razonable.

Sin embargo, la idea individualista de que el objetivo de la acción individual es su propio bienestar es contraria al hecho antropológico de la solidaridad y la cooperación ciudadana. Aquella idea está detrás de la práctica política de la no participación ciudadana, concibiéndose como suficiente la representación de los intereses individuales. Por el contrario, un ciudadano no debe suponerse a sí mismo sólo como un votante de sus propios representantes en la polis, quienes tendrían por misión velar por sus intereses individuales propios y el de sus otros votantes. Si en una democracia la misión de un representante es velar principalmente por el bien común, entonces la misión política de un ciudadano no se remite a entregar su voto en el día de las elecciones, sino que la acción de este ciudadano se refiere a su participación en la construcción de ese bien común, considerando además que dicho bien podría contradecir en ocasiones el interés individual del ciudadano en cuestión. También en este sentido la institucionalidad política de una nación no debe encasillarse en burocracias, sino que debe tener sus puertas abiertas a los movimientos participativos de los ciudadanos.

En contra de la ideología liberal del individualismo, en general, y de Locke, en particular, considerando que él vivió en una época que se creía fielmente en el bíblico libro del Génesis para explicar la historia y la evolución humana, se puede afirmar que su teoría política no responde a los hechos antropológicos. En primer lugar, el ser humano es una criatura que, como todo ser viviente, está tras su propia supervivencia y reproducción, pero, como homo sapiens, es una criatura que ha evolucionado genéticamente a lo largo de centenas de miles de años por el esfuerzo colectivo y comunitario, siendo su psicología social, no individualista, sino que principalmente cooperadora y solidaria. Adicionalmente, su condición de sapiens le permite proyectar intencionalmente su vida, más que a la pura satisfacción de sus necesidades inmediatas, hacia incluso la posibilidad de lo transcendente, lo que lo hace un ser eminentemente moral. Puesto que la naturaleza humana no se explica únicamente por el egoísmo, sino que también por la solidaridad, el individualismo tiene, ideológicamente hablando, una enorme contradicción. Quienes lo defienden desde esta perspectiva son personajes que tienen más intereses personales que proteger que excedentes que compartir. Lo que realmente ha ocurrido es que se ha forzado a sostener, mediante una ideología persistente y poderosa, que las fuerzas centrípetas del individuo producen indirectamente un encuentro solidario de fuerzas centrífugas que se juntan en virtud del mercado, desvalorizando lo social y lo democrático.

La ética humanista critica a la ética individualista cundo contrapone al egoísmo y la codicia del capitalismo liberal relaciones sociales más equitativas y cooperadoras y por ser la antítesis de la solidaridad y la igualdad natural de los seres humanos. La ética individualista ha elevado el pecado capital de la codicia a la categoría de una virtud cardinal. Deshumaniza la estructura social al interponer el dinero como principal vínculo en las relaciones humanas. Origina individuos egoístas al enfatizar el lucro individual como motor y fin de la actividad humana. Impone el valor de la competencia individualista a nuestra natural psicología de cooperación social. Trastoca el carácter de creatividad y contribución del trabajo por mera mercancía impersonal. Genera un consumismo y un exitismo desenfrenado. Propone modelos para el deber ser que son estereotipos irreales e irrealizables, provocando angustias generalizadas.


Segundo muro defensivo: el derecho de propiedad privada.


La Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, efectuada en 1948, en su artículo 3, expresa: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.” Esta proclama se realizó con la gran esperanza de que las naciones del mundo avanzaran por el ancho camino de la humanidad, la solidaridad y la civilización. Sin embargo, esta esperanza se ha visto frustrada por la carga ideológica que conllevan los derechos humanos desde un origen en Loche, y que supera con creces la influencia que el sociólogo Max Weber atribuyó al protestantismo sobre el capitalismo en su famosa obra póstuma La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 1921. A pesar de que la declaración de las Naciones Unidas omite expresamente el derecho de propiedad, la ideología liberal ha impuesto este “derecho” en la conciencia colectiva como uno de los derechos humanos fundamentales.

La moderna discusión acerca del derecho natural de propiedad privada parte con Locke, quien fue el primero en incluirlo junto al derecho a la vida y el derecho a la libertad. Él creía que la propiedad privada existe en el estado de naturaleza, siendo anterior a la sociedad civil. Por consiguiente, la propiedad es un derecho natural y tan primitivo como el derecho a la vida y a la libertad. La propiedad confiere la felicidad y la mayor felicidad coincide con el mayor poder. Un individuo tiene derecho de propiedad sobre toda la tierra que pueda labrar, sembrar y cultivar para aprovechar sus productos. Posteriormente, los hombres salen de la naturaleza y constituyen una sociedad civil y un sistema de gobierno cuyo propósito es la defensa de la propiedad. El poder político es una especie de depósito confiado por propietarios a propietarios (“political trusteeship”) y la salvaguarda de la propiedad es el propósito de un gobierno y la razón por la cual los hombres entran en sociedad. Con un cierto tono hobbsiano, afirmaba que el objeto supremo y principal que persiguen los hombres al unirse formando una comunidad y colocándose bajo un gobierno, es la preservación de sus propiedades. Pensaba que cada uno tiene el derecho a poseer la totalidad del fruto de su trabajo, pues creía que si el individuo posee su propio cuerpo, también posee su trabajo y, relacionando trabajo y valor de la hacienda, posee el fruto de éste. De acuerdo con los prejuicios de su época, suponía que el trabajo es la única fuente honesta de riqueza y ésta podía ser heredada por su hijo. La sociedad que él propuso y que contentaría las aspiraciones naturales de los hombres es una sociedad donde el derecho a la propiedad está garantizado por un sistema legislativo y político de total imparcialidad que protege al individuo y a sus derechos de otros individuos que pretenden arrebatárselos. Es claro en la actualidad que el derecho de propiedad privada no surge necesariamente del trabajo ni, consecuentemente, de la ley natural, como supuso Locke.

Cuando Locke escribía sus pensamientos, aún no surgía la Revolución Industrial. Él imaginaba una sociedad de agricultores y pastores que trabajaban directamente la tierra para obtener los frutos que posibilitaban su supervivencia. Fue la época cuando la nobleza feudal inglesa se convirtió en aristocracia agraria, en los siglos XVI y XVII. Lo que defendía era la propiedad sobre el erario de tierra, el caballo, el arado, el establo, la morada que el labriego necesitaba para vivir y sostener digna y honestamente a su familia, la cosecha, la semilla para satisfacer sus necesidades vitales y ser libre. Jamás pudo prever que sobre el derecho inalienable, fundamental y natural de propiedad privada que estaba defendiendo se sostendría posteriormente el derecho de la propiedad inapelablemente privada sobre las grandes fortunas que la industria y el comercio de una economía desarrollada hacen posible. Menos pudo prever la enorme acumulación de capital requerida por las grandes empresas nacidas del carbón y el hierro, y las aún mayores surgidas del acero y la electricidad, de los materiales sintéticos y la electrónica, de las comunicaciones y los transportes, de los alimentos e incluso la guerra. De modo que el derecho de propiedad, concerniente al cual se erigen enormes imperios económicos, de hecho se fundamenta jurídica y filosóficamente sobre un modesto e ingenuo origen, el que ha sido reforzado por la codicia, llevada al rango de virtud, que reafirma la ideología liberal e individualista.

En consideración de los anhelos por la solidaridad, la equidad y la igualdad, se ha pretendido dar al derecho de propiedad privada una justificación ética, cuando en realidad la única justificación es de hecho; esto es, es un “derecho” que proviene del ejercicio del poder que emana precisamente de la posesión. El hecho es que el poder político proviene del poder económico y el orden jurídico se establece según el interés económico de quienes detentan el poder político. El Estado burgués, que es el que nos rige y que rige a casi todo el mundo, llega a ser funcional a los intereses de la clase propietaria. La historia de todas las guerras y conflagraciones atestigua la lucha para hacer prevalecer los intereses económicos de los propietarios sobre aquellos de los demás, sin considerar para nada el bien común y menos la equidad. El poder del Estado y la sociedad civil se ve sobrepasado por el poder del capital. El sustento ideológico del derecho de propiedad no tiene fuerza si no es respaldado por el poder que proviene de la posesión de capital. Mediante el cohecho, el chantaje de la pérdida de empleo y el manejo ideológico efectuado a través de los medios masivos de comunicación, quienes controlan la economía logran imponer al electorado su voluntad para controlar la política. El grupo de propietarios de un país, organizado inteligente y colectivamente, o constituye una oligarquía conservadora y privilegiada cuando domina al Estado, o se transmuta en liberal que favorece la libre empresa y el libre mercado cuando pasa a la minoría política. Sólo el socialismo se constituye o en amenaza seria o meramente ritual a la propiedad privada. Si el electorado fuera adverso a los intereses de los ricos y poderosos, simplemente no habría electorado, sino que dictadura. La estabilidad social y política es producto, no de la intención más o menos democrática de los ciudadanos ni de la mayor o menor fortaleza de las instituciones políticas, sino de la cantidad de garantías y privilegios que los ricos consiguen extraer de la sociedad civil para obtener mayores beneficios y privilegios.

La posesión de capital genera diferencias socio-económicas profundas, produciendo, en los términos de Carlos Marx (1812-1878), capitalistas explotadores y trabajadores explotados, y trae necesariamente aparejada de la mano la posesión del poder político que permite garantizar justamente su posesión y acumulación. Marx proponía el comunismo, que era el sistema socio-político de igualdad social que surgiría tras la apropiación del capital por parte de la colectividad. Era una drástica solución para la dicotomía capital-trabajo a favor del trabajo, pero que requería la subordinación del individuo a la colectividad, la que fue organizada en los hechos por un fuerte y cruel Estado totalitario. En el mercado la relación capital-trabajo es esencialmente desequilibrada. El capitalista ejerce el poder absoluto, que formalmente niega una democracia, sobre justamente los individuos a través de la adquisición al menor valor posible de trabajo, último recurso de quienes nada poseen para poder seguir existiendo. En esta situación, un moderno capitalista puede oficiar como el peor tiranuelo del país más atrasado y violento en la edad más oscura conocida en la historia de la humanidad. Además, el poder de los capitalistas se refuerza con la propiedad de los medios de comunicación de masas, mediante los cuales influyen en el todo social para la aceptación de su propia ideología. El capitalismo, que venía de la mano de la revolución industrial, alteró el sentido primitivo del derecho de propiedad, produciendo graves tensiones en la estructura social al privatizar todo capital. Extremando esta tendencia, a través de la idea de subsidiariedad el neoliberalismo otorga al Estado la función no sólo de proteger y defender la propiedad privada, sino que también negarle al mismo todo derecho a la posesión de los medios de producción económica.

La idea de propiedad privada individualista se refiere a la posesión, uso, usufructo, beneficio y disposición exclusiva, absoluta, permanente e indefinida por un individuo determinado sobre bienes o recursos, escasos o no, que pueden ser alternativamente usados, usufructuados y dispuestos por otros individuos. El ordenamiento político vigente sería incomprensible sin la aceptación generalizada de este derecho. El mundo se desarrolla en el inestable equilibrio de este derecho, demandando leyes cada vez más severas y represivas para defenderlo, y con cada vez mayor fuerza policial en la medida que aumenta la inequidad social, lo que genera fuertes tensiones sociales y políticas. Cualquier alteración al orden vigente de reconocimiento de la propiedad privada y al respeto absoluto que exige este derecho podría desencadenar intensos conflictos, tan grande es el poder político e ideológico que detentan los grandes propietarios. Lo que se observa es que estos propietarios se agrupan política y socialmente para defender sus privilegios, constituyendo una clase social dominante en la cual se reproduce y acrecienta su poder. Los grandes propietarios, por el hecho de poseer, suelen adquirir un poder social y político tan desmedido que llegan a exigir el reconocimiento necesario para que el hecho de la posesión privada adquiera el status de derecho inviolable, establecido jurídicamente y garantizado y protegido por la ley. Así, la única justificación para reconocer el derecho de propiedad privada sobre bienes decisivos no está generalmente en la esencia de los seres humanos y su natural convivencia, sino en la conveniencia de la burguesía capitalista dominante, la que gravita con su enorme poder en las decisiones políticas y el derecho positivo.

Desde luego, no debería entenderse el derecho de propiedad como la posesión irrestricta de los medios que permiten satisfacer hasta los caprichos más nimios de un individuo en particular o que facultan controlar la economía nacional e internacional. No puede justificarse únicamente como la urgencia de satisfacer toda necesidad individual, pues esta idea es tan amplia que abarca hasta la pequeñísima privación que existe para la superabundancia. En el régimen político de una moderna democracia neoliberal, que ha nacido de los intereses de una burguesía privilegiada y que es el que llegan a establecer tanto constituyentes como legisladores que responden a tales intereses, la idea de derecho de propiedad se ha extendido para significar la satisfacción de caprichos individuales por medios escasos que pueden ser aprovechados alternativamente por otros, tanto o más necesitados. Entonces, es contradictorio el otorgamiento a este derecho del calificativo de “natural”. Al menos no sería natural para el desposeído verse privado de medios que le permitirían sobrevivir.

Nadie puede discutir que los efectos y bienes personales, la vivienda, el automóvil, los implementos de trabajo, etc., no deban ser tenidos como propiedad privada y constitutivo de derecho humano. De ahí podemos decir que el derecho de propiedad tiene un sentido restringido y un sentido amplio. En sentido restringido, como el descrito, que permite a su poseedor asegurar su supervivencia y ejercer su libertad, podría ser un derecho humano. En el sentido amplio, como lo concibe el liberalismo, no es de modo alguno un derecho humano y menos natural, sino que es un privilegio y pertenece exclusivamente al derecho positivo.  Una primera razón para desestimar la idea de que el derecho de propiedad privada, en el sentido amplio, tiene la condición de natural es que no está referido directamente a la persona en sus características esenciales de su existencia y de su actuar libre, sino que a ciertas prerrogativas del individuo reconocidas convencionalmente por la sociedad civil según el derecho positivo. Una segunda razón en contra de su sentido amplio es que el derecho de propiedad privada trata de bienes escasos que alternativamente pueden satisfacer exclusivamente el capricho más absurdo del dueño o satisfacer las necesidades más vitales de tantos otros. Una tercera razón en contra es que por garantizar el uso y usufructo de un bien escaso, este derecho trata más bien de una concesión de privilegios. Por último, el esfuerzo puesto en la creación de cualquier riqueza nunca es individual, sino que colectivo, por lo cual lo que es obtenido socialmente debe ser también compartido socialmente. Si alguien usufructúa privadamente de algún bien, no es por mérito propio, sino que es por un privilegio que la sociedad permite.

Podemos observar que este derecho ha adquirido mayor importancia que los restantes, y en su defensa la legislación de cualquier país se ocupa largamente, no trepidando en restringir otros derechos de mayor importancia, como el derecho a la vida y el derecho a la libertad. La razón es que la propiedad privada incluye el capital, que es un factor decisivo de la producción económica y, consecuentemente, del crecimiento económico de un país. Además, no se puede eludir el problema que el ser humano no solo trabaja y consume, también necesita emprender, innovar, crear y producir, y para ello él requiere capital, como factor de la producción. Adicionalmente, si la economía globalizada es actualmente una realidad, es porque el valor de la propiedad privada se ha consagrado como un derecho de carácter absoluto en las legislaciones de todos los países que adhieren a este sistema global.


Tercer muro defensivo: el individuo como sujeto de derechos.


El nuevo sistema político que surgió de las cenizas del feudalismo fue el de la burguesía liberal capitalista. Para una oligarquía acostumbrada a hacer valer sus privilegios apelando al derecho divino no le costó hacer la transición de validarlos con el derecho natural. El primero que tuvo la idea de proclamar a la persona como sujeto de los derechos a la vida, a la libertad y de la propiedad que los definió como naturales e inalienables fue Locke. Estos derechos no son otra cosa que una investidura de autonomía respecto de la sociedad civil con la que él revistió al individuo. Locke sentó los principios básicos del constitucionalismo liberal al postular que los hombres nacen iguales, dotados de derechos que les son naturales e inalienables por vivir en estado de naturaleza. Propuso que la propiedad, la vida y la libertad son los derechos naturales y son anteriores a la constitución de la sociedad. Para superar los conflictos que pudieran suscitarse contra la vida, la libertad o la propiedad, celebraron un contrato social originario que fue válido, pues los contratantes estaban igual y previamente revestidos de derechos naturales. De este modo, el Estado burgués nace de un “contrato social” originario a partir de individuos iguales en derechos naturales y su función es precisamente proteger los mencionados derechos, partiendo por el de propiedad. La monarquía de derecho divino estaba condenada a desaparecer y suplantada por una autoridad emanada de propietarios-soberanos cuyo propósito es proteger la propiedad privada. “¡El rey ha muerto, viva el presidente!”

Sin embargo, el ámbito en que Locke desarrollaba su pensamiento era el de la política y el poder, y en ese ámbito no se puede pecar de ingenuo. Por el contrario, en el ámbito del poder surgen pecados capitales, como la codicia y el egoísmo. Lo que no estuvo en los cálculos de Locke fue el hecho de que al estar el individuo investido de derechos naturales, como sujeto de derechos, le permite, en este caso el burgués capitalista, disfrutar su derecho a la vida hasta los límites de su fortuna, ejercer su libertad hasta los límites impuestos por la ley y disponer de su propiedad a su entero arbitrio, sin consideración alguna por los otros individuos de la sociedad. El mayor poder relativo de los burgueses contratantes creó las instituciones políticas para proteger los proclamados derechos que, por su parte, aseguraron la mantención del poder, y lo que la burguesía capitalista, como fronda, siempre ha tenido de sobra es justamente poder. Desde la división de la sociedad entre capitalistas y proletarios a partir de la Revolución industrial, estos privilegios están a distancias siderales de la realidad de los derechos otorgados al proletariado. En la burguesía capitalista la investidura de derechos naturales traía consigo codicia y egoísmo, no quedando para el proletariado otra investidura que la sumisión y el reclamo silencioso.

Criticando a Locke en este punto específico de que el individuo es sujeto de derechos naturales, podemos afirmar que desde su misma concepción en el seno materno un individuo no es un sujeto de tales derechos. No nace con derechos naturales e inalienables. Un individuo no nace en el desierto, sino que nace en el seno de una sociedad. La razón es que los derechos que el individuo posee los tiene por su pertenencia a la sociedad. La sociedad es anterior al individuo, como la antropología moderna no deja de reconocer. Por lo tanto, por pertenecer a un todo social un individuo es objeto de derechos. Una sociedad “reconoce” derechos al individuo por su capacidad de razonamiento y acciones intencionales o, como diría Humberto Maturana, por ser reconocido como un legítimo otro. Mientras más civilizada es la sociedad, con mayor fuerza otorga derechos a los individuos que la componen mientras suprime privilegios a algunos individuos favorecidos arbitrariamente. Los derechos surgen de las relaciones humanas en las que se reconoce al individuo como otro semejante. Una sociedad otorga derechos a los individuos a la vez que le demanda obligaciones. El Estado los regula y los hace valer. Una sociedad democrática hace iguales a todos los individuos frente a la ley.

Si negamos el “estado de naturaleza” de Locke, ¿estaremos entregando el individuo a las arbitrariedades de la sociedad y el Estado? El filósofo francés, Jacques Maritain (1882-1972), estableció un principio fundamental de la filosofía política argumentando que en la complejidad de la persona la individualidad se refiere sólo a lo que forma parte de un todo social. Un ser humano es antes que nada una persona, siendo su individualidad un aspecto de su humanidad. Si una parte es menor que el todo, un individuo es menor que la sociedad, y, por tanto, está en función de la sociedad. Sin embargo, a pesar de ser una parte de la sociedad, los individuos humanos son personas, y como tales, cada persona es un todo en sí mismo, con potencialidades que desarrollar, con necesidades que satisfacer y, principalmente, con finalidades propias que perseguir y que trascienden la sociedad. Esta es la razón por la que el Estado debe estar en función de las personas, siendo éste su objetivo, y no al revés. El ser humano es principalmente una persona que en la libertad y la voluntad que lo caracterizan se proyecta hacia dimensiones que trascienden la realidad del todo social. La sociedad no pueda abarcar la totalidad de la persona, por lo que aquella debe reconocerle finalidades propias ajenas de su dominio. Cada individuo humano es primeramente una persona, y una persona es un ser que, a diferencia del resto de los seres del universo, tiene la capacidad para ejercer acciones intencionales y, por tanto, libres. La preeminencia de un individuo respecto a la sociedad no está en supuestos derechos naturales anteriores a la constitución de la sociedad, sino en finalidades que trascienden la sociedad, lo que consagra el reconocimiento de los derechos humanos.

Si el individuo fuera objeto de derechos, primarían los deberes propios y los derechos de los demás individuos de la sociedad civil. El poder de la persona para ejercer sus derechos humanos obedece al poder de la sociedad y el Estado que deben reconocer dichos derechos al tiempo de velar por el bien común y la justicia social. Sostener que la persona es objeto de derechos naturales es un paso decisivo hacia la democratización de la sociedad, pues destruye la hipocresía que asegura que un proletario es poseedor de por sí de derechos que sabemos por otra parte que la sociedad no valida. Lo que se propone en este artículo es sincerar las cosas y en vez de que una oligarquía sea la que valide sus derechos usando el poder (prensa, cohecho, golpes, guerra), sea la misma sociedad civil que lo haga en forma democrática. En cambio, lo que la sociedad está validando en la actualidad, en este ser sujeto de derechos, y que sustenta la tesis enunciada al comienzo de que “mientras más se aplican los derechos naturales del liberalismo, mayor es la injusticia social que se genera” y que es la clave sistémica que explica esta aparente contradicción, es que ¡el trabajador debe entrar al mismo libre mercado de la producción que el capital, donde el trabajo asalariado, por su relativa abundancia, tiene una gran oferta, mientras el capital, por su relativa escasez, es muy demandado, perpetuando una desigualdad estructural que sigue acumulando y concentrando el capital y el poder que éste trae consigo en manos de la gran burguesía, mientras el trabajo no consigue obtener una remuneración equitativa!

Por otra parte, lo que la sociedad está también validando en la actualidad es que el capital deba ser reinvertido continuamente para seguir obteniendo beneficios, que es el propósito específico del capitalismo, con la finalidad última de conseguir el anhelado crecimiento económico y la satisfacción de todas las necesidades de toda la humanidad. Sin embargo, en el mismo libre mercado de la producción, donde se transan trabajo y capital, también ingresa la naturaleza. En este caso, la naturaleza es un bien que está comenzando a escasear más que el capital, a juzgar por el sostenido deterioro relativo del crecimiento económico que se registra en el mundo desde 2009.  Observamos una intensificación de la explotación de una ya muy limitada y expoliada naturaleza. El ominoso futuro que todos estamos contribuyendo a preparar quimérica y afanosamente tendrá como resultado probable una espiral donde el capital seguirá mecánicamente reinvirtiendo, pero no podrá subsistir al total agotamiento de los recursos naturales, dejando cesante a una importante proporción del trabajo.